Estabas yendo hacia casa cuando moriste.
Fue un accidente de coche. No particularmente notable, pero fatal, no obstante. Dejaste atrás a tu esposa y a dos hijos. Fue una muerte sin dolor. Los médicos intentaron todo lo posible para salvarte, pero fue en vano. Tu cuerpo estaba tan destrozado que fue mejor así, créeme.
Y fue entonces cuando me conociste.
-“¿Qué … qué ha pasado?” Preguntaste. “¿Dónde estoy?”
-“Has muerto”, te respondí con total naturalidad. No tenía sentido irse por las ramas.
-“Había un … un camión y estaba derrapando…“
-“Sí”, dije.
-“Yo… ¿he muerto?“
-“Sí. Pero no te sientas mal por ello. Todo el mundo muere”, te dije.
Miraste a tu alrededor. No había nada. Sólo tú y yo.
-“¿Qué es este lugar?” Preguntaste. “¿Es el más allá?”
-“Más o menos”, te dije.
-“¿Tu eres Dios?” Preguntaste.
-“Sí”, respondí. “Yo soy Dios”.
-“Mis hijos… mi esposa,” dijiste.
-“¿Qué pasa con ellos?”
-“¿Estarán bien?”
-“Eso me gusta”, te dije. –“Acabas de morir y tu principal preocupación es tu familia. Eso es bueno”.
Me miraste con fascinación. Para ti, yo no me parecía a Dios. Parecía simplemente un hombre más. O posiblemente una mujer. Alguna vaga figura autoritaria, tal vez. Más parecido a un profesor de escuela primaria que al Todopoderoso. Continuar leyendo